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sábado, 6 de noviembre de 2010

¡A ponerse en forma! Lo que pasa cuando hacemos ejercicio (I)


Llega el verano y con él, la Operación Bikini. Todos pretendemos dejar atrás los excesos adiposos del invierno para lucir palmito. Sin embargo, estar en forma debería preocuparnos a lo largo de todo el año, por mucha pereza que nos dé.
En Historias de un gran país, Bill Bryson cuenta que esta holgazanería no es nada extraña en Estados Unidos, pues un investigador de la Universidad de Berkeley concluyó que el 85 % de los estadounidenses son esencialmente sedentarios y que el 35 % lo son totalmente. El americano medio camina menos de 120 kilómetros al año: poco más de 2 kilómetros por semana, apenas 350 metros al día.
Yo reconozco que ando poco, también. Por otro lado, los gimnasios (o el gym, como ahora se dice de forma más cool), siempre me han transmitido una sensación epitelial parecida a la de entrar en un colegio. Rechazo, miedo, traumas freudianos. No sé si es su olor, la sonrisa de leche cálcica de la persuasiva recepcionista o la catadura de su clientela. Pero me echo a temblar. ¡Vade retro, anatema!
Sin contar que la expresión gym (hipocorístico anglosajón buenrollista) me da grima. Otra cosa eran los gimnasios de la Antigüedad. En esas circunstancias sí que habría acudido de buena gana. Entonces no sólo se practicaba carrera, pentatlón, lanzamiento de disco, salto, lucha y danza. También se hacían ejercicios intelectuales, pues el gimnasio era el centro de reunión de filósofos y literatos. Mentes de la época como Sócrates hacía jogging en su jardín para reducir el vientre.
Aunque probablemente hubiera tenido un problema con el asunto de los desnudos. En esa época, los atletas competían sin ropa para realzar su figura y como forma de tributo a los dioses. Y es que la palabra gimnasio procede del griego gymnos, que significa desnudez. Incluso actualmente, esa herencia nudista se ha revitalizado en Holanda: los usuarios de un gimnasio de Heteren ya pueden hacer sus entrenamientos como Dios los trajo al mundo.
Para sacarme las telarañas del cuerpo (aspirar a tener un cuerpo digno de ser esculpido en mármol ya es demasiada aspiración), he decidido salir a correr en bicicleta cada día. Un poco como aquella secuencia de la película Forrest Gump, en la que el protagonista se decide un día a empezar a correr y ya no se detiene más hasta al cabo de varios meses, recorriendo así Estados Unidos de costa a costa en varias ocasiones (mis salidas en bici son más modestas, claro).
Aunque la historia de Forrest Gump es de ficción, en el mundo real hay equivalentes incluso más exagerados, como el caso del científico francés Philippe Fuchs. Este investigador de realidad virtual ha realizado hace poco una megamaratón de 10.185 kilómetros que cubre la distancia entre París y Pekín.
El día de la inauguración de los Juegos Olímpicos en la capital china, Fuchs llegó desde París corriendo; en su viaje había cubierto 85 kilómetros diarios. Toda su aventura pudo seguirse a través de la web. A diferencia de Gump, las intenciones de Fuchs eran muy claras: corría equipado con varios sensores que enviaban su información a un laboratorio en el que se creó un modelo en 3D de su pie, a fin de estudiar cómo le afectaba el esfuerzo.

 Puestos a imaginar hazañas imposibles, no puedo olvidarme de los cálculos que leí en la edición de octubre de 2008 de la revista Popular Science sobre lo que se tardaría en cubrir un año luz de distancia (o sea, los kilómetros que recorre la luz en un año) yendo simplemente a pie.
Para recorrer esos 9,4 billones de kilómetros debería haber comenzado a andar, más o menos, cuando aparecieron los primeros dinosaurios en la Tierra, basándome en la premisa de que avanzaría un kilómetro y medio cada 20 minutos.
Como un adulto medio consume 50 calorías por cada 1,6 kilómetros caminados, también debería llevar conmigo dos billones de barritas energéticas, y 11.800 deportivas, pues un par de ellas aguantan unos 800 kilómetros de uso. Yo no estaba preparado aún ni para recorrer la milmillonésima fracción de segundo luz. Y qué pereza pensar que la estrella más cercana a la Tierra, Próxima Centauro, está a 4,22 años luz.
Mientras salgo a correr cada mañana, también me viene a la cabeza la historia de James F. Fixx. Un neoyorquino que fue el responsable de que el footing se pusiera de moda en todo el mundo.
De joven, Fixx era empleado en una gasolinera, pero no tardó en entrar en Mensa (un club para superdotados o personas con elevados cocientes de inteligencia) y convertirse en editor y redactor de numerosas revistas de prestigio como Life o Playboy. También escribió algunos libros, sobre todo recopilaciones de juegos de lógica, como Games for the Super-Intelligent. Pero su mayor obsesión fue el ejercicio físico, sobre todo correr.
Fixx empezó a correr a los 35 años, cuando pesaba casi 100 kilos y fumaba unos dos paquetes de tabaco al día. Perdió 30 kilos, dejó de fumar y escribió un libro sobre la hazaña, Complete Book of Running, que estuvo 11 semanas en el número uno de la lista de los libros más vendidos, convirtiéndole en un hombre rico y popular. A partir de entonces, todo el mundo empezó a imitarle, seducido por las bondades del footing.
Central Park ya no volvería a ser lo mismo, ni por sus corredores ni por las cintas de toalla para el pelo para que el sudor no te entrara en los ojos. Sin embargo, un día cualquiera, después de su sesión maratoniana diaria, Fixx murió de un ataque al corazón. Una ironía parecida a la que se dio en el caso de Allen Carr, autor del bestseller mundial Es fácil dejar de fumar si sabes cómo: falleció de cáncer de pulmón.
Pero fuera los malos pensamientos y sigamos saliendo a correr cada día. Bien, una vez conseguido, ¿qué es lo que ocurre en el cuerpo a medida que salimos a correr? Lo descubriréis en la próxima entrega (y última) de esta serie de artículos sobre el ejercicio físico

Un escaneo de lo que ocurría cada mañana en mi cuerpo cuando salía entrenar en bicicleta podría resumirse de la siguiente manera: me monto en la mountain bike, pongo en marcha mi reproductor de mp3 para dejarme envolver por la música y empiezo a pedalear lentamente por el paseo marítimo.
El sol me baña con su luz, el mar está tan espejado como una de esas bolas horteras de las discotecas de los años 80, las cosas se desplazan cada vez a mayor velocidad, quedándose siempre atrás, como si mi bicicleta fuera una máquina para viajar al futuro, y mi provenir estuviera instalado en el horizonte.
Entonces, a los pocos minutos, se activa el sistema nervioso simpático, las glándulas suprarrenales segregan adrenalina, el corazón late más deprisa, aumenta la ventilación pulmonar, el metabolismo se acelera, la presión sanguínea se eleva, las arterias musculares se dilatan para multiplicar su riego sanguíneo, el hígado libera más glucosa.
Todo el cuerpo cambia, muta, como embestido por un tsunami neuroquímico.
Al principio, toda esta transformación es dolorosa, fatigosa, parece incluso que vaya en contra de tu propia naturaleza. Pero a medida que la repetía cada mañana, sé que mis glóbulos rojos estaban aumentando su número día a día, que mi tensión arterial en reposo era más baja, que mis niveles de azúcares estaban mejor regulados, que los huesos se hacían más fuertes como consecuencia del aumento de la presión a la que los sometía los músculos.

Pero no todo se queda en lo obvio. Estudios recientes indican que esta transformación también impacta en el cerebro.
Por ejemplo, según un estudio de la Universidad de Columbia dirigido por Scott Small y Ana Pereira, publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Science, el ejercicio estimula el nacimiento de nuevas neuronas en la región cerebral del hipocampo, una zona relacionada con la memoria y el aprendizaje.
Ya lo intuían los que decían aquello de mens sana in corpore sano, pero ahora la neurociencia lo confirmaba. El ejercicio aeróbico regular, además, no es sólo beneficioso para el cerebro sino que retrasa el envejecimiento. Para que los efectos sean reales, pues, había que correr, practicar entrenamiento cardiovascular moderado, y no sólo hacer estiramientos o ejercicios de tonificación. Hay que bombear el corazón e hinchar los pulmones, y entonces el cerebro también se reactiva.
Cruzado el umbral de los primeros 15 minutos, la radiografía de mi cuerpo revelaría que entonces, y sólo entonces, mis músculos ya han agotado las reservas de azúcares que guardan en su interior y que he empezado a quemar mi otra fuente de energía: las grasas. La cintura comienza a rebajar centímetros. También es a partir de este punto en el que el cuerpo empieza a ganar resistencia.
En general se recomiendan 30 minutos de actividad moderada 5 días a la semana: caminar a buen ritmo, bailar, pasear en bicicleta. O, como alternativa, 20 minutos de actividad intensa 3 días a la semana: deportes de competición, correr, bicicleta intensa.
Y ahora la fuente de mi optimismo y me energía mental. Durante mis pedaleos por el paseo marítimo, además de todo lo anteriormente apuntado, mi cerebro también segrega unas endorfinas que provocan sensación de bienestar. Un chute neuroquímico que te hace volar. Desde la neurociencia es bien sabida la capacidad del cerebro para producir drogas de forma natural, un tipo de drogas que no serían detectadas jamás en un control antidopaje (ni siquiera en un control de carretera un viernes por la noche).
La palabra endorfina significa ‘morfina interior’ y es una sustancia muy poderosa. Como explica Steven Johnson en su libro La mente de par en par:
Los periódicos, revistas y programas de radio desbordaron de noticias sobre esta ‘euforia natural’ del cerebro. Y, sin duda, el aumento del interés –hará ya unos veinte años- por ir al gimnasio y salir a correr debe su existencia en parte al descubrimiento de que estas poderosas sustancias químicas se segregaban durante actividades extenuantes. La gente no se pone en forma simplemente porque es beneficioso a largo plazo. Se pone en forma porque hacer ejercicio le sienta bien, y su cerebro recuerda esa sensación.

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